Saúl era un niño muy travieso que se pasaba el día haciendo trastadas en el colegio. A Saúl le encantaba esconder el borrador de la pizarra, cambiar de sitio el bote de los bolígrafos del profesor, tirar los abrigos de los otros niños al suelo o tirar bolitas de papel a sus compañeros para molestarles mientras el profesor no le veía. Si en la clase faltaba algo, alguna cosa no estaba en su sitio o alguien era molestado siempre estaba Saúl detrás de la fechoría.
Saúl estaba muy enfadado con sus compañeros de clase porque siempre se chivaban. Pero había uno al que le tenía especial ojeriza. Se llamaba Damián. Y no es que Damián se chivara más que nadie, sino que parecía que era como el ojito derecho del profesor. Damián era muy listo, trabajador y servicial. Era el niño perfecto, al menos eso pensaba Saúl.
Un día el maestro llegó a clase muy orgulloso. Había conseguido unas maravillosas tizas de colores para explicar la lección de matemáticas. Eran unas tizas especiales, mucho más bonitas que las normales, de colores intensos y brillantes. ¡Incluso las había fosforescentes y con purpurina!
Cuando el maestro sacó las tizas de colores y empezó a usarlas los niños se quedaron maravillados. Todos querían salir a la pizarra cuando el profesor pedía un voluntario. Incluso Saúl levantó la mano, cosa que no hacía nunca.
Estaban en plena explicación cuando alguien llamó a la puerta. Acto seguida entró en el aula el director.
-Saúl, Damián, por favor, salid a la pizarra a completar los ejemplos mientras hablo con el director aquí fuera -dijo el profesor.
Los niños obedecieron y el maestro cerró la puerta tras de sí. Minutos después regresó. Damián había completado correctamente el ejemplo, pero Saúl se había dedicado a hacer dibujitos en la pizarra. El maestro felicitó a Damián y le dijo a Saúl que hablaría con él al final de las clases.
Cuando acabó la jornada todos menos Saúl y Damián se fueron a casa. Saúl tenía una conversación pendiente con el maestro. Damián se quedo porque le tocaba el turno para regar las flores del aula.
-Este hoy se va a enterar -murmuró Saúl.
En ese momento llegó Juan, uno de los empleados del servicio de limpieza. Juan dejó el carro junto a la pizarra, como hacía siempre. Como vio que el aula estaba ocupada cogió la mopa y se fue a limpiar el pasillo. Nada más salir Juan llegó el maestro.
-Saúl, siéntate aquí conmigo. Tenemos que hablar. Dame un minuto mientras recojo todo. A ver, mi libro de notas, la agenda, mi pluma, la botella de agua… a ver, qué me falta… ¡Ah, sí, las tizas de colores! ¿Dónde las dejé? ¡Ah, sí, en el cajetín de la pizarra!
Pero en el cajetín de la pizarra no había nada más que tizas blancas y el borrador. El maestro revisó todo el aula, pero de las tizas no había ni rastros
-Saúl, ¿qué has hecho con las tizas? -preguntó el profesor.
-Yo no he sido, ha sido Damián -dijo Saúl
-. Lo he visto antes pintar con ellas. Mire, en la pizarra están sus dibujos y unas notas que ha escrito.
-Damián, ¿has hecho tú eso de la pizarra? -dijo el profesor.
-Sí, fui yo -respondió Damián-. Son las notas que hago siempre que me toca regar. Pero yo no he cogido las tizas.
-¡Mentiroso! -exclamó Saúl-. Seguro que las has cogido para que me acusen a mí y así irte tú de rositas con las tizas.
-De verdad, que yo no he cogido nada -eso fuera debido a su mal comportamiento dijo Damián.
-Disculpen, siento interrumpir-dijo Juan, que entraba en ese momento por la puerta
-. Vengo a por el carro de la limpieza. Veo que todavía tienen para rato.
Juan empujó el carro y, nada más moverlo, la caja de tizas de colores cayó al suelo.
-¡Vaya, parece que estas tizas quieren ir a dar una vuelta! -dijo Juan-. Tome, profesor, se habrán quedado trabadas cuando coloqué antes el carro bajo la pizarra.
El profesor recogió las tizas y, muy enfadado, se dirigió a Saúl.
-Una cosa es que te pases el día haciendo trastadas y otra muy distinta es que intentes acusar a otros de cosas que no han hecho. Esta vez te has pasado.
-Lo siento -dijo Saúl-. Tenía tantas ganas de ver castigado al empollón que...
-¿Se puede saber qué te ha hecho Damián? -le interrumpió el maestro.
-La verdad es que no me ha hecho nada -dijo Saúl.
Damián, que no se había movido del aula, dijo:
-A mí no me gusta estar con niños que se portan mal, pero si prometes portarte bien podemos ser amigos. Puedo enseñarte a pasarlo bien en el colegio sin estar todo el día haciendo gamberradas.
Saúl se quedó callado. No sabía qué decir. Se acababa de dar cuenta de que no tenía amigos y que tal vez eso fuera debido a su mal comportamiento. El maestro rompió el silencio:
-Te doy una última oportunidad, Saúl. Gracias por ayudarlo, Damián.